Aritz Urtubi Matalz
Un pueblo sin Estado propio efectivo es como un corcho flotando en alta mar. A la deriva y dependiente de elementos invasivos que lo van mermando en un proceso más o menos prolongado.
Desde que fuimos despojados de nuestra estatalidad ante una nueva embestida de las fuerzas de ocupación -francesas en este caso- en 1620, hace ahora cuatro cientos años exactos, la invasión de culturas políticas ajenas al país han transformado por completo nuestra capacidad de interpretación y actuación en cuanto a la política se refiere.
De haber sido nuestro pueblo el asombro del mundo por haber sabido articular y preservar de forma determinada la horizontalidad como medio específico de la política, hemos pasado a ser asimilados -al carecer de la institución de más alto rango político- y convertidos en objetos, hemos hecho dejación de esa horizontalidad que marcaba los ritmos y los tempos de nuestra propia libertad, para sumergirnos en la verticalidad donde el poder del pueblo ha quedado reducido a la nada y a merced del totalitarismo de grupos humanos pertenecientes al país y que desde hace mucho tiempo abrazan al imperialismo que les da base y sustento para proseguir con su obra delictiva, donde los fundamentos éticos y políticos originales de este pueblo han sido borrados del mapa y sustituidos por prácticas liberticidas y de origen exógeno.
Ello explica, en gran medida, el horror y la tragedia que estamos viviendo en estos últimos meses y que suponen un golpe más, asestado en contra de este pueblo, y que bien podría ser el definitivo.